
En la vida cristiana hay momentos en los que entendemos que lo que tenemos frente a nosotros es más grande que nuestras fuerzas y nuestra lógica. Son esos instantes en los que Dios nos llama a dejar de depender de lo humano y a refugiarnos en lo eterno. El ayuno y la oración no son prácticas religiosas vacías, sino llaves espirituales que nos abren la puerta a un propósito mayor que muchas veces no alcanzamos a comprender del todo.
Ayunar es declarar que nuestra verdadera dependencia no está en el pan de cada día, sino en el Pan de Vida que es Cristo. Orar es rendir nuestro corazón al diálogo con Aquel que conoce el camino antes de que lo recorramos. Cuando estas dos disciplinas se unen, nuestro espíritu se alinea con la voluntad de Dios y se fortalece para cumplir misiones que van mucho más allá de lo que imaginamos.
Cada misión que Dios pone en nuestras manos lleva un peso eterno. A veces no entendemos por qué nos toca orar por una persona en específico, levantar un ministerio, apoyar a un misionero o sembrar en la obra. Pero al ayunar y orar, reconocemos que la misión no es nuestra, sino del Señor. Él es quien abre las puertas, cambia los corazones y multiplica los esfuerzos.
Ayunar y orar nos ayuda a recordar que la victoria nunca será fruto de nuestra capacidad, sino del poder de Dios obrando a través de vasos dispuestos. En lo secreto, en el silencio de la oración y la disciplina del ayuno, se forjan las mayores conquistas espirituales.
Si estás enfrentando un reto, un llamado o una misión que parece más grande que tú, recuerda: no estás solo. Dobla tus rodillas, abre tu corazón y permite que el Señor te fortalezca. Porque cuando buscamos a Dios con sinceridad, Él nos da dirección, renueva nuestras fuerzas y nos prepara para cumplir un propósito mucho más grande del que podemos entender.
«Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.»
— Jeremías 33:3
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